Después de recibir una ovación de bienvenida, Keith Jarrett utilizó mínimamente el índice derecho para señalar -sin énfasis- hacia el cielo. Salió abruptamente del escenario.
Un flash, qué flash, disparado desde uno de los sectores altos del teatro, la causa de la ofensa cuasi religiosa. La voz inhallable de los parlantes volvió a insistir con la prohibición de tomar fotos, con flash, sin flash, y en lo posible optar por una inmovilidad inhumana.
Jarrett regresó al escenario del Colón -lo narró magistralmente Federico Monjeau en Clarín- visiblemente irascible para dejar recién sobre el final de un concierto olvidable perlas de su musicalidad, su verborragia melódica, el despliegue de secuencias de ideas empujadas tanto por la improvisación como por el folk y la ruralidad más profunda de la región en la que creció, Pennsylvania.
En el retorno al circuito musical de esa geografía, el noreste y el midwest de los EE.UU, y el vuelco a relecturas de la tradición (dejó de componer en la década del 80´) es donde no casualmente tiene registro este concierto de 1992, hasta noviembre inédito.
Standards en formato trío es un concepto al que Jarrett no ha dejado de sacarle punta, frecuentemente con su ladero Peacock en contrabajo y Jack DeJohenette en batería. Su trabajo con Charlie Haden ("Last dance") se sumerge en la misma inquietud: trabajar con empeño sobre el acervo para sacar una luz propia, una melodía abierta, al fin un motivo.
The Old Country está disponible desde el 8 de noviembre en las plataformas. Acompañado por Gary Peacock -contrabajo- y Paul Motian -batería- el disco discurre por el repertorio del songbook norteamericano, dando nuevas versiones de I fall in love too easily, Straight No chaser de T. Monk, o la sugerencia de vals de Someday my prince will come.
El sonido del disco es magnífico: el registro en vivo, impecable, y la atmósfera armónica que piano, contrabajo y percusión levantan sostienen las ideas e imágenes que Jarrett ensaya en sus solos
Estúpido a esta altura etiquetar a Jarrett, que tendrá 80 años en mayo próximo, porque jovencísimo ha integrado algún tramo de los Jazz Messengers de Art Blakey, haciendo parte luego de las formaciones de Charles Lloyd, escribiendo música clásica para otros músicos, y desplegando a lo largo de toda una carrera una identidad que se encuentra mayormente en discos que también son ciudades, en ciudades que son sonoridades: París (1988), Río (2011), Budapest (2016), o uno de sus registros más celebrados, que el músico ha dicho aborrecer, Köln (1975).
“Soy esencialmente un improvisador. Es algo que he aprendido a través de la música clásica” dice, no queda claro si con ironía, en el documental El arte de la improvisación (2005) de Mike Dibb.
The old country es el disco de una formación que se juntó una única noche de 1992 y fue originalmente el material no editado del disco At The Deer Head Inn, publicado en 1994. Ocho piezas de Jarrett puro: improvisación sobre la base de tradiciones, sencillas y complejas ideas musicales, entre un aire de ruralidad y la modernidad que ostentan las obras que asumen riesgos.
“Cuando me regalaron mi primer piano a los ochos años, en ese momento yo pretendía tres cosas: un walkie-talkie, un elefante o un piano. Así y todo, el piano fue una sorpresa. Solía dormir debajo de él. A los ochos años ya mantenía una relación física con el instrumento”, dice en el mismo documental/entrevista de 2005, un tiempo después de haber sucumbido ante un cuadro de “fatiga crónica”, como él mismo lo definió.
Retirado, luego de algunos episodios de acv, el universo de Jarrett sigue inquietando a todo aquel que busque ideas e imágenes y motivos para sentarse a escuchar música, un atavismo cada vez más exótico.